17 oct 2011

El ludópata autómata


Estoy sentado frente a la máquina y lo observo todo. Me sorprende el respeto con el que se acerca a la tragaperras un hombre ya entrado en años. Veo en su rostro su lucha interna, su esta vez ya no me coges pero también su ferviente deseo de acercarse a uno de esos aparatos que tantas alegrías y penas le han dado en los últimos años. Llega hasta ella tardando más del doble de tiempo en el que una persona de su edad hubiese alcanzado ese conjunto de botones de plástico y luces parpadeantes. El hombre pasa unos segundos frente a ella hasta que se atreve a introducir su mano derecha en el bolsillo en busca de alguna moneda dorada que llevarse a la rendija.


Quizás en esos segundos de duda busca una excusa para esta nueva incursión en el mundo de la ludopatía; esta vez lo tiene fácil, la larga parada en una estación de servicio, fruto de esos contratos fraudulentos  entre empresas de autobuses y bares de carretera, le vale como justificación esta vez. Aunque seguramente mañana será el descanso para tomar el café en el trabajo, pasado quizás el encontrarse con demasiada calderilla en los vaqueros, otro día el tener claro que la máquina “está caliente”… 

La primera moneda, como tantas primeras cosas en la vida, le cuesta meterla. Palpa con lentitud pero con ansiedad sus bordes ondulados durante unos extensos segundos hasta que se anima a deshacerse de ella para siempre. Pero tras este desvirgamiento económico, al menos de ese día (espero), el ludópata evoluciona. Poco a poco se ve como escapa de este mundo de mierda para ir al otro lado, para ser parte de la máquina a la que subvenciona, para abandonar los sentimientos y convertirse en un autómata con cuatro velocidades y dos movimientos, meter moneda y pulsar botón.


A este nuevo ser no le importan los resultados de sus inversiones a corto plazo. Apenas mira a la pantalla, no le afectan las voces chirriantes y sumamente molestas (creo que son las mismas que te amargan el viaje en tu GPS) que le indican que avance, que avance pero el sigue sin mover ni un músculo de su cuerpo, salvo los necesarios para realizar sus tareas mecánicas. Ni siquiera dirige la mirada a esa macedonia de frutas que se van combinando de forma azarosa (o eso dicen) por medio de tres rodillos cada vez más desgastados. En los más de cuarenta minutos que dura la parada del autobús de línea apenas observo un cambio de gesto en su rostro salvo una leve sonrisa que escapa de sus labios cuando la voz estúpida y metálica de su compañera le indica que ha conseguido un premio y empieza a vomitar monedas a mansalva. Lástima. Más combustible para que el autómata prosiga con su labor.

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