22 oct 2011

Esa pregunta incómoda

Siempre llega esa pregunta incómoda, esa que se sacan de la manga tus vecinos cuando no saben de qué hablar contigo, esa que los profesores superguays utilizan para dar paso a su discurso ultra motivador a lo Steve Jobs (D.E.P., ya que estamos), esa con la que tus padres buscan una justificación por tu parte al futuro tan negro que te espera - ¿Por qué quieres ser periodista? Y aquí empieza la retahíla de argumentos y escusas para justificar el haberte metido en una carrera cuya complicación es similar(al menos en  a lo que a estudio teórico se refiere) a 3º o 4º de la ESO (aunque sin que los profesores puedan llamar a tus padres para decirle lo impresentable que es su nene). Y es ahí como digo cuando todo estudiante metido a este paraíso de la holgazanería tiene que pagar su peaje dando un motivo más original (aunque no por ello más cierto) que el de “porque es la única carrera que me permite pasar ocho meses de vacaciones y dos semanas de estudio y no al revés”.


En mi caso mi motivo es bastante estúpido, lo cual (creo) lo hace más real. Siempre me ha gustado leer y escribir, aunque curiosamente desde que hago periodismo son dos de las cosas que menos hago a lo largo de la semana. Pero cuando me tocó elegir después de Selectividad qué quería seguir estudiando solo pude pensar en la música. Al igual que la gran mayoría de los que quieren llegar a ser periodistas deportivos no son más que deportistas frustrados (y cuando digo periodistas deportivos se puede meter en el mismo saco a los de cine, tecnología, arte…) en mi caso es la música mi gran asignatura pendiente. Siempre quise llegar a ser uno de esos pulgosos bohemios que con unas chanclas y una guitarra española mal afinada consiguen hacer que te olvides de toda la mierda que te rodea. Pero la segunda mujer de Camarón nunca quiso llevarse bien conmigo y jamás he conseguido hacer algo más que tocar tres acordes seguidos (aunque me sirvió para deleitar a mi abuela). Así que como yo no podía domarla (a mi abuela no, a la guitarra) empecé a escuchar a los que lo sabían todo sobre ella.


Y así llegaron a mí Jimmy, Clapton, Page o Richards, que me hicieron ver lo bello que era aquello a lo que yo nunca llegaría más que a poder escuchar. Y empecé a comprar revistas de Rock. Y me sentí profundamente estafado en la gran mayoría de los casos porque veía como gente sin ninguna idea musical despotricaba contra verdaderos dioses de las seis cuerdas. Y empecé a pensar que yo podría ser uno de esos patanes, que quizás mi destino era dedicar mi triste vida laboral a comentar la actualidad y el pasado de la Música con mayúsculas. Así que aquí estoy, donde Hendrix me ha querido llevar. Porque ya que no podré nunca hacer un riff con los dientes, ni con los dedos, ni siquiera con el puto Guitar Hero, al menos intentaré hacer lo que tan bien hacen los grandes empresarios o los representantes de artistas: vivir de las virtudes de otros.

17 oct 2011

El ludópata autómata


Estoy sentado frente a la máquina y lo observo todo. Me sorprende el respeto con el que se acerca a la tragaperras un hombre ya entrado en años. Veo en su rostro su lucha interna, su esta vez ya no me coges pero también su ferviente deseo de acercarse a uno de esos aparatos que tantas alegrías y penas le han dado en los últimos años. Llega hasta ella tardando más del doble de tiempo en el que una persona de su edad hubiese alcanzado ese conjunto de botones de plástico y luces parpadeantes. El hombre pasa unos segundos frente a ella hasta que se atreve a introducir su mano derecha en el bolsillo en busca de alguna moneda dorada que llevarse a la rendija.


Quizás en esos segundos de duda busca una excusa para esta nueva incursión en el mundo de la ludopatía; esta vez lo tiene fácil, la larga parada en una estación de servicio, fruto de esos contratos fraudulentos  entre empresas de autobuses y bares de carretera, le vale como justificación esta vez. Aunque seguramente mañana será el descanso para tomar el café en el trabajo, pasado quizás el encontrarse con demasiada calderilla en los vaqueros, otro día el tener claro que la máquina “está caliente”… 

La primera moneda, como tantas primeras cosas en la vida, le cuesta meterla. Palpa con lentitud pero con ansiedad sus bordes ondulados durante unos extensos segundos hasta que se anima a deshacerse de ella para siempre. Pero tras este desvirgamiento económico, al menos de ese día (espero), el ludópata evoluciona. Poco a poco se ve como escapa de este mundo de mierda para ir al otro lado, para ser parte de la máquina a la que subvenciona, para abandonar los sentimientos y convertirse en un autómata con cuatro velocidades y dos movimientos, meter moneda y pulsar botón.


A este nuevo ser no le importan los resultados de sus inversiones a corto plazo. Apenas mira a la pantalla, no le afectan las voces chirriantes y sumamente molestas (creo que son las mismas que te amargan el viaje en tu GPS) que le indican que avance, que avance pero el sigue sin mover ni un músculo de su cuerpo, salvo los necesarios para realizar sus tareas mecánicas. Ni siquiera dirige la mirada a esa macedonia de frutas que se van combinando de forma azarosa (o eso dicen) por medio de tres rodillos cada vez más desgastados. En los más de cuarenta minutos que dura la parada del autobús de línea apenas observo un cambio de gesto en su rostro salvo una leve sonrisa que escapa de sus labios cuando la voz estúpida y metálica de su compañera le indica que ha conseguido un premio y empieza a vomitar monedas a mansalva. Lástima. Más combustible para que el autómata prosiga con su labor.
 
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