Y de repente, cuando lo tienes todo (más por el dinero de papá y mamá que por el que hayas podido conseguir con el sudor de tu frente) llega el momento de bajón. Esa sensación tan típica de "no sé que pedirle a los Reyes Magos porque ya tengo de todo" llevada al extremo. Un momento en el que estúpidamente desearías estar en la puta calle y sin el mecenazgo de tus padres para poder tener algo por lo que luchar. Y es entonces, cuando el calor de tu maravilloso nivel de vida te empieza a asfixiar, cuando te refugias en una canción. Una canción que te depura, una simple melodía que te sugiere sin decirlo que todo lo anterior no es lo que de verdad importa, que realmente hay algo más allá de El Corte Inglés y de las melopeas antológicas. Y ahí es donde entra Sabina en todo esto.
Así que, en estos días en los que ya debería estar haciendo algo con mis mañanas, empecé a consumir su biografía en notas. Y joder. Escuchar a Sabina cuando ya tienes cierta edad para entender alguna (que no todas) de sus letras retorcidas es prácticamente como escucharlo por primera vez. De pequeño odiaba a este tipo de cantantes con toda mi alma. Ellos eran los responsables de que en el coche de mi padre no sonaran ni Bisbal, ni Estopa ni otros grupos del estilo. Seguramente si me hubiese encontrado por aquel entonces a Serrat, a Paco Ibañez o a Lluis Llach les hubiese cantado las cuarenta. Esos malditos viejos de voces roncas y música de ritmo lento y monótono. Definitivamente de pequeño era idiota. Seguramente ahora sigo siéndolo, pero se que cuando todo va mal, mejor dicho, cuando todo va tan bien que no tengo de qué preocuparme, siempre tengo al "flaco" para decirme que no, que siempre hay cosas más importantes que la ropa de los maniquís de Zara.